Vivienda típica de los rusos en Alamar, uno de los barrios nuevos al este de La Habana. Foto: porlalivre.com
También entiendo el deseo íntimo de venganza del cubano emigrado, para con el ruso. No únicamente por la agresión del sobaco nuclear que cada bolo expelía a su derredor, de destrucción masiva en guaguas y ascensores, además de esas axilas de efluvios a mil rayos y centellas, por la superioridad manifiesta del bolo en Cuba.
Sus barrios, en Alamar las bonitas casitas de los rusos entre edificios horribles de microbrigada, con su piscina con cafetería con bocaditos de jamón en pleno barrio obrero de cabal “soga” y tensa cadena. Su playita, sus canchas de deportes, su tienda de productos cárnicos, tabaco y alcohol que todo cubano añoraba.
Lo mismo en el Vedado en el Focsa, el edificio con más plantas de Cuba, concebido como una ciudad, con todo lo necesario para ser autónomo del resto de la urbe. Y con el sumun en Miramar, con el Sierra Maestra, sus cafeterías, sus tiendas, sus piscinas, sus vacilones totalmente ajenos de la vida cotidiana cubana. Tras tres décadas de injerencia en todos los nieveles en la isla, no quedó ni una sola tradición rusa, sí quedaron matrimonios mixtos formados casi siempre en la URSS, por estudiantes o trabajadores que pasaban un tiempo en los Urales y regresaban casados. También quedaron numerosos nombres como Igor, Natacha, Ivan, Irina, y el recuerdo salivante de las latas de “carne rusa”.
La tirria no es la misma con los polacos, los húngaros, los búlgaros, que se llevaban bien con la población autóctona, que tenían amigos, novias y novios del país, sino con los rusos técnicos que eran de una raza superior y no le dirigían la palabra a los cubanos. Casi ni hablaban con otros europeos del este que no hablasen ruso. Y no me refiero a estas rusas que se ven hoy por Marbella y los mejores lugares de Europa, incluso de vacilón en Cuba, completamente producidas, barnizadas, esbeltas y bellas; parecían masacotes hechos con plastilina y salidos del establo de una dacha.
Y para ponerle la tapa al pomo, aquel insulto que significó el edificio Mazinger que se construyó para establecer la Embajada rusa en Miramar, tan grande como espantoso, que se veía desde kilómetros de distancia, como los antiguos castillos de los reyes o los señores feudales que se cobraban diezmos y derecho de pernada.
A la vez que muchos cubanos de acuerdo con el sistema agradecen todo lo que la URSS dio a Cuba, gratis sí, pero no desinteresadamente. Igual que muchos atesoran recuerdos gratos sobre esos miles de rusos que residieron en Cuba en matrimonio con cubanos, conviviendo en la cuadra, en el trabajo y sus hijos en las escuelas. He ahí un dilema como tantos que dividen a las dos orillas.
Se puede comprender que los estigmatizados, expulsados de su tierra, experimenten cierto placer de ver que el mundo hoy se vira en contra de Rusia. Pero esto no es la URSS, Putin y los suyos son magnates ultracapitalistas, y el pueblo sigue siendo el pueblo humilde. Además de que muchos de aquellos sobacos atómicos, de esas rusas que bisneaban con lo que les sobraba de la tienda y les faltaba a los cubanos, muchos de aquellos privilegiados, eran también ucranianos, como lo fue Nikita Jruschev.
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