Solitario como de costumbre se desplazaba por la gran avenida en busca de alguna víctima que por desprevenida pudiese resultar presa fácil.
La humedad dejada por el reciente aguacero acentuaba la frialdad de la noche y le dificultaba el ritual de olfatear al aire. En esta ocasión la oscuridad no se presentaba como camuflaje pues la presencia de aquella plena luna y las inoportunas luces de neón anunciaban a gritos su presencia.
A lo lejos, apenas intangible para sus pupilas de depredador hambriento se dibujaba la silueta de un cuerpo semietéreo que avanzaba inseguro, trastabillando sus pasos, tal vez embriagado por sueños de alcoba o simplemente de alcohol.
Como fantasma insomne el cazador se fue desplazando por entre las tenues sombras que proyectaban las paredes de ruinosas moradas, que se prolongaban por toda la calle hasta aquella esquina donde quedaría sellado para siempre el destino del elegido.
Agazapado en su naturaleza hominal esperaba el momento oportuno para abandonar la espesura de aquella jungla de falsas identidades en la que ocultaba a su verdadero Yo, y mostrarse ante la pieza, tal cual, con sus atributos de bestia, su sed de sangre y su instinto animal reflejado en los hipnóticos ojos, y con probada maestría descargar el zarpazo final.
Ya para esas alturas su cerebro se encontraba abstraído en una imaginaria cuenta regresiva que apenas le permitía percatarse que a cien metros de si se desplazaba una vida cuyo olor a carne fresca fungía como detonador que disparaba su adrenalina.
Cincuenta metros y el saliveo de la boca aumentó significativamente e hizo bullir cuanta testosterona acumulaba en la sangre.
Hacía mucho que había aprendido a vencer sus miedos, a liberar las batallas internas del ser, a acallar la eterna voz de la conciencia que le declaraba perdido, por lo que no había esperanza de retorno; más ahora, cuando veinticinco metros de distancia le separaban de la posible víctima y parecía ser la última oportunidad de abortar aquella suerte de emboscada.
Diez metros y el cuerpo se crispó hasta un punto en que los músculos de la cara se tornaron tensores de acero. Sólo escuchaba el latir de su corazón que replicaba tan fuerte y rápido como un tropel de caballos salvajes.
Miró al cielo implorando consuelo y sus pupilas dilatadas dejaron entrar por ellas la luz de la luna, que de inmediato le permeó el alma excitándolo hasta alcanzar el éxtasis.
Una vez más se convenció de que nada podía hacerse, sino ver con pavor como se desvanecía el humano y resurgía cual Ave Fénix la fiera. Había muerto el hombre. ¡El lobo fue liberado!
El conteo arribaba a cero cuando las miradas se cruzaron. Fue el instante en el que el condenado llegó a presentir el peligro y resignado, sabiéndose perdido se dispuso a esperar el embate.
Foto: Commonswikimedia.org
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