Las palabras escupidas desde el altavoz de la radio convierten el bote, en caos. Son dichas para que las escucharan… y les afecta. Son el objetivo. La primera orden del patrón es que mujeres y niños entren a los camarotes de la tripulación, para protegerlos en caso de abordaje. Los hombres irán a cubierta con las manos en alto, todo para evitar los disparos de los asaltantes. Luego toma el micrófono de la radio, aprieta la pleca. – Mey dey, Mey dey. Somos el remolcador 13 de marzo. Nos están atacando. Por el instinto de todos, pasa en un infinitesimal segundo, toda la vida, los sueños y las probabilidades abiertas al intentar huir de la isla. Al menos cuatro años presos, para los que no tengan responsabilidad penal por el robo del bote. Para el patrón, el maquinista y otras tres personas, miembros del partido comunista, y trabajadores en la Empresa Consignatarias Mambisas, dueña del bote, las variables pueden terminar en la muerte.

 

El patrón intenta decirle al maquinista que acelere la velocidad del remolcador. En vano, el ya interpretó la situación. El nuevo y potente motor ruge, y absorbe las emociones concentradas en ese diminuto punto en el mar. La proa corta el agua convirtiéndola en espuma, pero los acechadores acortan distancia y disponen los cañones de agua, con presión suficiente para derrumbar una pared de concreto. Los atacantes, por estribor y babor, comienzan el cañoneo, y la presión tira a los hombres contra las paredes de cubierta. Algunos caen al mar. El polargo cinco, embiste por detrás, una y otra vez, afectando la infraestructura de la víctima. Algunas mujeres salen a cubierta con sus hijos en los brazos, para marcar la indefensión de los pasajeros, pero también son barridos por los cañones de agua. Ante el dramatismo del momento y el peligro de hundimiento, el patrón ordena parar las máquinas y ponerse al pairo, para detener la persecución. No comprende. Los acechadores no le darán tregua. El “cinco” pone sus máquinas en reversa. Deja espacio por medio. En cuanto está a doscientos metros de distancia, acelera y embiste a la víctima. La pesada proa del atacante, con sus 150 toneladas, arremete. Se monta sobre la popa de la víctima y parte el casco en dos. Lanza a los de cubierta al agua, y apresa en pinzas mortales, a los que aún se mantenían en los camarotes, y el cuarto de máquinas.

 

El mar, negro como noche sin luna, recibe a todos por igual. Niños, mujeres, hombres. Todos, o casi todos, no es lo mismo, pero es igual, en un chapoteo de poza con ribetes de infierno. Idalmis tiene sujeto a su hijo, y trata de acercarse a las luces que emite uno de los atacantes. Grita inaudible ante la bataola de ruidos. Pide auxilio. Sin embargo, los gestos más que las palabras, trasmiten desde los botes asesinos un convincente ¡mueran! Ante la respuesta, la china nada hacia atrás. Esquiva al “dos” maniobrando frente a ella. Aumenta el esfuerzo, con sus brazos y piernas, al ver que un nuevo chorro de agua le puede golpear, y quitarle al niño de las manos, que grita desaforadamente. El infante, no entiende que sucede desde hace dos días, por el comportamiento de su mamá, su familia y amigos de su casa. El salir en silencio, y sin despedirse de Yogourtleydis, su amiguita preferida en la escuela, la pelota no devuelta al amigo, de la casa del al lado. El montarse en un barco, por la noche. Esa no era la excursión de la que la hablaron, hubiera traído su pelota de playa. Luego dormirse de tanta emoción en el regazo de su madre, y ahora asustado, comprende menos, desde que se armó el caos.

 

Una nevera blanca, disparada tras la fractura del bote al momento del impacto, flota detrás de la china. Un par de personas yacen asidas a ella y la fuerte mujer de caderas hermosas, peinada con cola de caballo y cerquillo en la frente, se acerca poco a poco a ella y al llegar logra que su hijo se agarre, flote y se calme. Mientras ella recupera fuerzas, observa su entorno, aguza la vista que se adapta a la oscuridad, e intenta encontrar otra salida a la situación.

Maleconazo, Capitulo VIII, Julio 14 de 1994