Juro ante el creador que todo cuanto aquí cuento es cierto.
Diez años atrás vivía en San Nicolás, un pequeño caserío rural ubicado en las márgenes del rio Arrimado.
Como que por ese entonces la situación familiar era bien difícil – económicamente hablando – no podíamos darnos el lujo siquiera de tener una tele. Por ello cada noche ensillaba mi yegua y en ancas nos íbamos mi mujer Laura y yo hasta casa de su hermano para ver la novela de turno.
El recorrido siempre lo hacíamos de noche y debíamos andar unos 3 km desde nuestro rancho hasta la casa del cuñado. A pesar de ser cosa de rutina el viaje, la soledad del paraje, sumada a la abundante espesura del follaje, no dejaba de causarnos cierto escozor que por momentos nos ponía la piel de gallinas.
Esa noche ya habíamos trillado un buen tramo cuando sentí que mi esposa, quien viajaba a mi espalda sobre el lomo del caballo, apretó mi cintura con inusitada fuerza. Extrañado me volteé y cuál fue mi sorpresa al ver que, a nuestro lado, a unos 3 metros de la bestia se desplazaba un pequeño bulto del tamaño y forma parecida a un perro, que emitía un lastimero e irreconocible gemido.
Traté de no darle importancia por no impresionar aún más de lo que ya estaba a mi esposa y continué la marcha sobre la bestia sin emitir palabra; como si meter la cabeza en la arena pudiese hacer desaparecer aquel enigma.
Dos minutos después percibí por los temblores de mi esposa que algo nuevo estaba aconteciendo. Al voltearme quedé estupefacto. El bulto había crecido y ahora alcanzaba la estatura de un ternero. Ahora pude verle un poco mejor al despejarse el cielo por un instante e incidir sobre nosotros un rayo de luna. Ciertamente el esperpento parecía un perro, pero hasta donde pude apreciar su cara carecía de boca y ojos.
Ante la falta de una respuesta lógica y verdaderamente aterrado decidí espolear al animal y cruzar al otro lado del camino por ver si lo superábamos. Cuál no sería nuestra sorpresa al llegar a la otra rivera del camino y descubrir que el tenebroso acompañante nos estaba esperando, sólo que su tamaño había aumentado considerablemente y ahora igualaba en tamaño a Rocío, nuestra yegua.
Sin pensarlo dos veces clavé las espuelas al animal y quemamos el kilómetro que quedaba en tiempo record. Al llegar a casa del cuñado nos esperaba el espectro. A la casa familiar entramos gritando. Esa noche la yegua pernoctó fuera del corral y sin amarre. Esa noche no saldríamos al patio ni forzados por la más urgente de las necesidades.
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